Informe especial

A las mujeres no nos alcanza la justicia

Por Cristina Arboleda P. e Isabel González R.

En Latinoamérica y el Caribe, la región más desigual del mundo, los hombres agreden y matan a las mujeres porque pueden hacerlo. El 4 de diciembre de 2016, Yuliana Samboní fue raptada, violada, torturada y asesinada en Bogotá. Su cuerpo tenía las marcas de todas las violencias que enfrentan las mujeres a lo largo de su vida, pero ella solo tenía siete años.

La jurista feminista Alda Facio, experta en género y derechos humanos de las mujeres, explica que “el feminicidio –muerte de las mujeres por el hecho de serlo– no tiene que ver con la intención del asesino sino con las relaciones de poder que naturalizan la violencia y permiten la impunidad”. A lo largo de la historia, las familias, las escuelas, las iglesias y también el derecho, se han construido sobre la idea de que las mujeres son inferiores y deben obedecer a los hombres. La violencia es una forma de ejercer ese dominio.

En Colombia, desde 2015 se incrementó el número de asesinatos de mujeres de todas las edades, incluso de niñas menores de cuatro años. En Perú, las tentativas de feminicidio crecieron cuatro veces desde 2009. Y en Ecuador, seis de cada 10 mujeres han sido víctimas de algún tipo de violencia y una mujer es asesinada cada 30 horas, según los cálculos de la plataforma Vivas Nos Queremos.

El 3 de abril la Corte Provincial de Justicia de Pichincha anuló el proceso por el femicidio de Angie Carrillo. El asesino confeso fue sentenciado a 34 años de prisión pero, con esta decisión, en mayo podría quedar libre. “¿Dónde está la justicia?”, grita Yadira Labanda, madre de Angie. La escena es recurrente también en Perú. En febrero, el colectivo Ni una menos exigió en la Plaza de Armas de Trujillo una respuesta ante el asesinato de dos mujeres a manos de sus parejas en menos de cinco días.

Rafael Uribe Noguera, verdugo de Yuliana, fue sentenciado a 51 años de prisión por los delitos de secuestro agravado, acceso carnal violento y feminicidio. La sentencia fue expedida el 28 de marzo de 2017, menos de 4 meses después de lo ocurrido. La juez encargada de leer el fallo advirtió que la celeridad no es la regla en estos casos, pues en Colombia, de 122 feminicidios, menos de 10% tiene una sentencia condenatoria contra los implicados.

Según la juez, Uribe Noguera “eligió al ser más débil de entre los débiles: mujer, niña y pobre". Además era indígena. No era igual a él. Facio, quien se ha encargado de capacitar a jueces y fiscales para que identifiquen estas desigualdades en los casos de violencia de género, cree que la justicia tiene que cambiar y no puede ser ciega: “la igualdad nos hace pensar que no se puede tratar a la gente como si fuera idéntica, cuando vive situaciones diferentes”.

Aunque en la región casi todos los países han reformado sus códigos penales para convertir la violencia contra las mujeres en delito, los avances todavía son insuficientes, tanto para detener la violencia como para impartir justicia.

El feminicidio es castigado con una pena no menor a 15 años en Perú y hasta 60 años en Colombia. El Código Integral Penal (COIP) ecuatoriano sanciona el femicidio con hasta 26 años de cárcel. Este delito, a diferencia del feminicidio, no contempla la complicidad del Estado. Las penas y las tipificaciones han aumentado, pero las estadísticas de los crímenes también. Ante las peticiones de cadena perpetua para el agresor de Yuliana, el penalista colombiano Rodrigo Uprimny manifestó en una de sus columnas de opinión que “la discusión debería orientarse no a aumentar penas, sino a mejorar la investigación de esos crímenes”.

Casos como el de Yuliana abundan. En Latinoamérica, uno de cada tres son denunciados y permanecen represados en los despachos judiciales; los demás hacen parte de lo que los expertos denominan la cifra negra del delito.

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Los agresores no son monstruos

El arquitecto Rafael Uribe Noguera, asesino de Yuliana, se educó en los mejores institutos de Bogotá y no tenía antecedentes penales. Era buen deportista y siempre cuidó su imagen personal. Era un “niño bien”. A él no le faltó educación ni salud ni oportunidades. No se crió entre miseria y creció en un acomodado barrio al nororiente de la capital colombiana.

“El monstruo es una figura arquetípica que está fuera de lo humano, que nos distancia y que queremos esconder”, dice el psicólogo Joel Audi y agrega que al hablar de los asesinos y abusadores como monstruos, se les resta responsabilidad y nos impide pensar en procesos de cambio.

Los agresores y asesinos suelen ser cercanos a la víctima. En 81,2% de casos de violencia de género en Perú, el agresor era la pareja o expareja y en 5,8% un familiar. En Ecuador, de los 176 femicidios que se registraron entre 2014 y enero de 2017, 117 fueron cometidos por la pareja y 31 por la expareja. De acuerdo con el Instituto Nacional de Medicina Legal de Colombia, 95% de los agresores de niños y niñas son personas conocidas, principalmente padres, padrastros, abuelos o hermanos mayores.

Jorge J. abusó de su nieta en 1999. Él debía cuidarla mientras sus padres trabajaban. Después de cada abuso compraba su silencio con un chocolate. En la adolescencia, luego de 40 sesiones de terapia, ella entendió por qué no toleraba estar cerca de su abuelo. En noviembre de 2016, el hombre de 63 años fue sentenciado a 13 años y cuatro meses de prisión por abuso sexual, y a reparar con 10 mil dólares a la víctima. El Tribunal consideró como agravantes que el procesado compartía el espacio familiar, que la niña tenía cuatro años cuando fue abusada por primera vez y que todo esto le produjo un gran daño psicológico.

Quien indagó este caso fue el fiscal Eduardo Estrella. Él explica sin tecnicismos en qué consiste su trabajo como especialista en género y reconoce que no todas las víctimas de violencia pueden acceder a una terapia que les permita reconstruir lo que les sucedió en su infancia. Señala que cuando pasan meses o años resulta difícil, especialmente para los niños, niñas y adolescentes, establecer valoraciones psicológicas y reunir evidencia. Muchas veces, cuando el agresor es parte de la familia, esta hace un pacto de silencio y manipula al menor para que desista del proceso.

Tanto Estrella como la fiscal Silvia Juma opinan que la violencia de género merece un tratamiento especial porque las víctimas corren peligro donde deberían estar seguras. Coinciden también en que estos casos suceden en todo nivel, aunque se denuncian menos en clases más altas: “En estratos bajos, no saber qué hacer les lleva a conocer cómo es el procedimiento. En los más altos, saben qué hacer pero prefieren callar”, dice Estrella.

A diferencia de lo que se puede pensar, la mayoría de abusos no se cometen bajo efectos del alcohol o de la droga. La cifra de Perú es reveladora: en 75% de los casos, el presunto agresor se encontraba sobrio cuando cometió el delito, 24% estaba bajo efectos del alcohol y 0,46%, de drogas.

En el caso de Yuliana, uno de los abogados más prestigiosos el hermano del asesino, en lugar de entregarlo a las autoridades trató de internarlo en una clínica psiquiátrica. Pero solo un hospital de medicina cardiovascular admitió el ingreso por una supuesta sobredosis de droga. Las autoridades judiciales establecieron que el asesino de la niña consumió cocaína horas después de matarla y que lo hizo para argumentar que no tenía control de sus actos.

En la lectura de la sentencia condenatoria, la jueza enfatizó en que Uribe Noguera tenía pleno conocimiento de lo que hizo: "Si el comportamiento del acusado fuera el de un enajenado, como lo quiso hacer ver, no hubiera realizado todo con la precisión de un reloj".

Los agresores pueden tener hojas de vida intachables. En Ecuador, el Código Integral Penal (COIP) establece en el artículo 643, numeral 14, que son válidos los certificados de honorabilidad durante los procesos judiciales. Solanda Goyes, dirigente del movimiento de mujeres, advierte el riesgo que conlleva esta norma, porque está comprobado que el agresor puede aparecer en sociedad como un gran personaje, pero ser violento en su vida privada.

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La puerta de entrada

Una joven trata de reconstruir lo que le sucedió la noche anterior en una calle de Quito. Solo recuerda que fue abordada por dos personas que le taparon la nariz con una toalla. Al despertar, sintió dolor en la vagina y el resto del cuerpo. Fue a un hospital donde le dijeron que, si había sido violada, antes de atenderla debía ir a la Fiscalía. Denunciar es el primer paso.

Luis Guaico, el único médico legista de la Unidad de Atención y Peritaje Integral (UAPI) de la Fiscalía de Pichincha, es el encargado de examinar las lesiones y tomar muestras para determinar si hay algún ADN en el cuerpo. El procedimiento dura cerca de dos horas. También solicita exámenes de enfermedades de transmisión sexual y toxicológicos para determinar si la persona fue drogada. Después, Guaico elabora el informe que será utilizado como material probatorio en el proceso judicial.

El médico, que por su traje parece un personaje de Arthur Conan Doyle, habla pausadamente: “Lo más importante son las pruebas. Sin estas no existiría proceso”. Guaico es perito médico legista desde hace cinco años y trabaja en la Fiscalía desde hace tres. Como él, existen otros 54 médicos especializados en el país. “No nos damos abasto”, dice. Él atiende de ocho a diez casos diarios; algunos son remitidos a la Unidad de Criminalística de la Policía Nacional y otros son atendidos por médicos generales en las unidades de primera acogida de los hospitales. Según Guaico, estos últimos no tienen el enfoque necesario para recoger las evidencias y por eso corren el riesgo de no aportar a la justicia.

Hay siete UAPI en Pichincha y 24 a nivel nacional. Todas reciben denuncias y atienden a las víctimas de violencia de género. Junto con el médico legista, el trabajo pericial es realizado por psicólogos encargados de valorar el estado emocional, trabajadores sociales que evalúan el entorno en el que ocurre el delito y técnicos que operan la Cámara de Gesell. Esta sala tiene dos ambientes, uno para entrevistas y otro de observación. Están separados por un vidrio de visión unilateral. Se usan para grabar en video el testimonio anticipado y para identificar al agresor sin encararlo.

Existen cámaras de Gessell en 20 provincias del Ecuador y los fiscales solicitan este método en casos que afectan a personas vulnerables por ser menores de edad, estar enfermas o haber recibido amenazas. De un lado del vidrio oscuro está Javier Sigcha, coordinador encargado de las UAPl en Pichincha y técnico de la Cámara de Gesell. Sigcha es joven y gentil. Domina la tecnología y se enorgullece de ponerla al servicio de la justicia. Él graba aproximadamente 70 testimonios al mes. Durante el procedimiento, transmite las preguntas de las partes procesales (juez, secretario, fiscal, defensor de la víctima y del procesado) a la psicóloga que permanece del otro lado con la víctima. Al finalizar, el video es llevado en cadena de custodia a la bodega de criminalística y sirve como prueba testimonial en la audiencia de juzgamiento.

Quienes trabajan en la UAPI consideran que el proceso de denuncia siempre es revictimizante –hace que la persona afectada reviva su sufrimiento–. Aunque se han implementado herramientas y capacitaciones en enfoque de género y nuevas masculinidades, la víctima debe repetir su historia, como mínimo, ante quien recibe la denuncia, el médico legista, el psicólogo y el trabajador social.

Si después necesita atención médica debe acudir a una casa de salud. En los casos de violación, según Guaico, la Maternidad Isidro Ayora en Quito, debe entregar tratamiento contra VIH y otras enfermedades de transmisión sexual, así como prevenir el embarazo no deseado. Al Ministerio de Inclusión Económica y Social (MIES) le corresponde coordinar el tratamiento psicológico.

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El laberinto que recorren las mujeres

La mujer logró escapar por el techo y pedir ayuda a sus vecinos, en un barrio quiteño. Esa noche su esposo la golpeó, abusó sexualmente de ella, le dio descargas eléctricas y ató su muslo con una cadena. No era la primera vez. Llevaban ocho años juntos, en los que ella sumaba incontables abusos. Pero en esta ocasión, la acción oportuna de la Policía la convirtió en sobreviviente. Su búsqueda de justicia inició en la Unidad de Flagrancia.

En Ecuador, las denuncias ingresan por dos vías. La primera es la Unidad de Delitos Ordinarios, donde se investigan los casos que no son flagrantes. La segunda es la Unidad de Flagrancia, donde se reciben las denuncias durante las 24 horas posteriores al delito y cuenta con fiscales especialistas en género, según la fiscal Silvia Juma, quien trabaja desde hace 12 años en la Fiscalía General del Estado.

Desde Flagrancia, quien ejerce como fiscal pide un reconocimiento médico legal para determinar si se trata de un delito o una contravención, dependiendo de la gravedad de las lesiones. De acuerdo con el Código Integral Penal (COIP), el delito se sanciona con prisión mayor a 30 días; mientras que la contravención implica una pena menor a este plazo. En esta Unidad, también se valora la afectación psicológica de la víctima.

Con estos elementos se inicia la audiencia de calificación de flagrancia, en la que se debe sustentar que hubo un delito de este tipo, que la Policía intervino y que la denuncia se presentó dentro de las siguientes 24 horas. Sobre esa base se determina si existe una agresión y se sostienen los cargos con la presencia del acusado.

Cuando se trata de delitos mayores, como violación o femicidio, se realiza una investigación más amplia que no puede resolverse en 10 días y se remite a las Unidades Especializadas en Violencia de Género, diferentes a las Comisarías de la Mujer que existían antes.

Juma fue asesora legal en la primera Comisaría de la Mujer y Coordinadora de los Centros de Equidad y Justicia del Municipio de Quito. Ella destaca que la acción de las Comisarías era inmediata. “Toda persona podía denunciar y salir con la boleta de auxilio, con medidas de protección; esto no sucede actualmente”. Hoy en día, la Fiscalía solicita a los jueces las medidas de protección para la víctima. Por su experiencia, Juma sabe que este requerimiento tarda no menos de dos días.

La Fiscalía tiene 365 días para investigar los presuntos delitos que tienen una sanción mayor a los cinco años. Después comienza la instrucción fiscal que no debe superar los 120 días. Luego, de acuerdo con la agenda del juez se fija una fecha para la audiencia de formulación de dictamen. Después, viene el juicio y se emite la sentencia. Si alguna de las partes no está de acuerdo con el pronunciamiento, puede apelar a la Corte Provincial y la última instancia para dirimir un caso es la Corte Constitucional.

Esta travesía por el laberinto de la justicia puede tardar más de dos años.

Un hilo que conduce a la justicia

Los procesos judiciales son agotadores, física y emocionalmente. Conllevan también un costo económico que no siempre se puede asumir. Para que las mujeres no se pierdan en este peregrinaje, la Defensoría Pública del Ecuador brinda asistencia penal de patrocinio y representación legal gratuita. La defensa es el hilo que conecta a las mujeres con la justicia.

“Los delitos contra las mujeres son aterradores y nos conmueven”, dice Amelia Ribadeneira, asesora en comunicación y género de la Defensoría Pública. Esta institución se creó en 2010 para garantizar el derecho a la defensa y actualmente cuenta con 730 defensores. Ribadeneira está convencida de que la labor de quienes acompañan o se ponen al frente del caso es necesaria porque significa que la víctima no enfrentará sola las diligencias del proceso.

La labor de la Defensoría es empujar la acción legal para que el proceso avance lo más pronto posible. Los abogados públicos defienden a las víctimas y también deben representar a los agresores. Ribadeneira advierte que esta es una condición importante porque si el acusado no tiene abogado, los procesos terminan por anularse y el delito queda en la impunidad.

“Desde la defensa intentamos sentar precedentes”. Cuando habla de la violencia contra las mujeres, Ribadeneira no esconde la angustia. Dice que uno de los referentes jurídicos en materia de género en Ecuador es el caso de Grace Marín. Ella mató a su esposo y en primera instancia fue sentenciada a ocho años de prisión. Cuando el caso llegó a la Corte Nacional, la jueza Lucy Blacio miró en contexto su tragedia de violencia: había sido golpeada desde los 14 años, el día anterior al homicidio se salvó de ser asesinada por su pareja y al día siguiente, lo mató en defensa propia. La jueza hizo un alegato desde la perspectiva de género y derechos humanos. Grace salió libre.

Otro caso que recuerda Ribadeneira es el de una joven que quedó embarazada cuando su padrastro la violó. Ella lanzó a su hijo por un canal, después de haber tenido una pelea con su madre, también víctima de violencia. Fue sentenciada a 34 años. En la Corte Nacional, la Defensoría alegó que se debía tener en cuenta la violencia que esta mujer había sufrido a lo largo de su vida. “El Estado le falló todo el tiempo y la mete a la cárcel como única respuesta”, dice Ribadeneira. Finalmente, se logró una rebaja de 20 años en su condena.

A veces, el hilo que lleva a la justicia se rompe.

Caminar entre obstáculos

El femicidio es una muerte anunciada. Antes de ser asesinada, una mujer sufre violencia física, psicológica y/o sexual. Casi siempre hay testigos. Pero solo rompen el silencio cuando ella es asesinada. La denuncia es un grito de auxilio y la respuesta efectiva del Estado es un salvavidas. Sin embargo, las mujeres deben recorrer un camino largo, confuso y doloroso.

Después de que su pareja la golpeó, pateó y bañó en agua fría, la abogada y feminista Mayra Lana fue a la Unidad de Flagrancia en el centro-norte de Quito. Era sábado. Durante el fin de semana, el proceso judicial inicia allí y no en la Fiscalía. Los funcionarios le practicaron únicamente la evaluación médica y le pidieron que vuelva el lunes para formalizar su denuncia.

Mayra tenía las piernas inflamadas, pero aún sin moretones. “Fue una golpiza brutal. Si la Fiscalía hubiera actuado como debía, la hubiera calificado como delito, pero la consideró una contravención”, cuenta Mayra. Al regresar a Flagrancia, el funcionario la interrogó: “¿Ingirió drogas?, ¿alcohol?, ¿qué hizo para que le pegue así?”. Mayra quiso salir corriendo. Después de tomar el testimonio, el funcionario dijo que su turno había terminado. Ella debía regresar a firmar el documento al día siguiente. No lo hizo.

Sin medidas de protección, Mayra volvió con su agresor. Durante los meses siguientes, la violencia psicológica aumentó: se intensificaron los insultos y las humillaciones en público. Una de esas agresiones la quebró y Mayra se sentó a llorar en el suelo de un centro comercial. Una señora que pasó a su lado, le aconsejó: “Denúncielo, la mira con odio”. Mayra volvió a la Fiscalía para denunciar por violencia psicológica a su agresor.

En Ecuador, con el nuevo Código Integral Penal (COIP), la violencia psicológica se convirtió en delito y es sancionada con prisión de 30 a 60 días por daño leve; seis meses a un año por daño moderado y uno a tres años por daño severo. Desde esta tipificación, las denuncias se han disparado: de enero a noviembre de 2016, la Fiscalía registró 36.682 casos.

La violencia psicológica es difícil de probar. Quienes realizan las valoraciones deben determinar el daño a través de entrevistas que no duran más de una hora. Según una de las psicólogas encargadas de este proceso, solo se puede diagnosticar una afectación severa cuando la víctima ha recibido tratamiento psicológico y/o psiquiátrico previo.

“La justicia sigue siendo androcéntrica porque la ley también lo es”. La sentencia de la fiscal Silvia Juma es tajante. Militante del movimiento de mujeres desde los años 90 y con una trayectoria de 27 años en el área de derecho y género, es crítica en cómo se castigan las consecuencias o los efectos en la víctima y no las conductas de los agresores. Juma opina que más allá de que la violencia psicológica cause daño leve o severo, debe ser penalizada. “El sistema blinda al agresor, porque es la víctima la que tiene proveer elementos de convicción”.

Igual sucede con la violencia sexual. “El tocamiento, roce o la fricción para mí es una introducción parcial. Pero suele calificarse como abuso sexual y no como violación”, cuestiona Juma. La fiscal protesta porque, bajo esta lógica, para que la víctima consiga justicia debería decir al violador: ‘vióleme bien; destruya mi himen y déjeme su ADN para probar lo que ha pasado’. “Así dice la ley, sin tomar en cuenta que la afectación de una violación no está en el himen sino en el daño psicológico”, comenta.

Mayra Lana fue diagnosticada con depresión severa. Como parte del proceso judicial recibe tratamiento psicológico en la Fiscalía: “Tengo terapia pero cada semana con un psicólogo diferente, y siempre tengo que contar la misma historia”.

Senderos bloqueados

El aumento de las penas y los avances que se han dado en el derecho penal, no han disminuido la violencia de género. Lo que sí se ha logrado con la tipificación de nuevos delitos es el incremento de denuncias desde que el Código Integral Penal (COIP) entró en vigencia. El número de denuncias supera la capacidad de las entidades judiciales.

Los casos de violencia psicológica, por ejemplo, se han incrementado. Según Silvia Juma, de la Fiscalía General del Estado, cada uno de los fiscales ha recibido alrededor de 2 mil denuncias por este delito en Pichincha. Juma cuestiona: “¿Qué persona puede investigar tanto?”.

De acuerdo con Amelia Ribadeneira, asesora de la Defensoría Pública, existen 4,5 defensores y 12,6 jueces por cada 100 mil habitantes. Según ella, anualmente ingresa un promedio de 40 a 50 mil denuncias, de las cuales la Defensoría Pública asume la defensa del 45% de los casos.

Ribadeneira advierte que las altas cifras de atenciones no necesariamente indican que la justicia está llegando a más mujeres: “Quiere decir que aumenta el conflicto social y que como sociedad no estamos resolviendo los problemas cotidianos con diálogo o mediación, por fuera del sistema judicial”.

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Justicia no es solo cárcel

Erradicar la violencia de género es una deuda que no se salda únicamente con penas. Perú, Colombia y Ecuador incorporaron normativas del derecho internacional y emprendieron reformas en sus marcos jurídicos para castigar la violencia contra las mujeres. Pero falta voluntad política para prevenirla y para que todas las instituciones se comprometan con eliminarla.

La jurista Alda Facio dice que el proceso para avanzar en el acceso de las mujeres a la justicia está a mitad de camino en la región. Lo sabe porque es feminista desde los 17 años y trabaja para eliminar la discriminación de las mujeres en los sistemas judiciales. Facio precisa que “el machismo es todavía una política de Estado”. Según ella, no existe todavía un país donde el machismo esté derrotado. Ni siquiera en Suecia, donde la primera ministra es feminista. Tampoco cree que es imposible, pero admite que es difícil cambiar la forma de pensar y actuar frente a la violencia que afecta a las mujeres.

En Ecuador la contradicción es visible cuando se intenta difundir el enfoque de género en las instituciones del Estado y, al mismo tiempo, el Presidente de la República lanza comentarios sexistas en las alocuciones públicas que realiza los sábados. Entre 2013 y 2016, el Observatorio de Medios del Ecuador registró 95 agresiones contra las mujeres.

Ramiro Ávila, coordina el programa de Maestría y Especialización Superior en Derecho Penal de la Universidad Andina. Al analizar el Código Orgánico Integral Penal (COIP), implementado desde 2014, se toma un tiempo para responder. “Tiene muchas fallas”, sostiene, aunque reconoce como logros la implementación del Sistema de Protección de Víctimas y la tipificación del femicidio. “Hubo un uso simbólico del derecho penal y eso ha movilizado a la gente”. Para él, lo complicado es que el sistema penal aísla los problemas y solo mira las consecuencias, por eso no funciona para detener la violencia contra las mujeres.

“La cárcel en Ecuador ha pasado de ser la última, a la única respuesta”, señala la abogada, docente y política María Paula Romo. Ella señala que la decisión de cambiar la violencia intrafamiliar como contravención para convertirla en delito, y aumentar así las penas, se tomó de espaldas a los resultados de la Encuesta Nacional de Violencia Contra las Mujeres realizada en 2011, en la que el 90% afirmó no haberse separado del agresor.

Romo explica que antes de la implementación del COIP, se buscaba una respuesta estatal inmediata y administrativa a través de las boletas de auxilio o la privación temporal de la libertad. Desde su análisis, era una forma de equilibrar la relación de pareja: “Las mujeres no quieren encarcelar a sus esposos, sino que estos aprendan que en las relaciones desiguales de poder no están solas”. Ávila coincide con esta idea de que al eliminar las Comisarías de la Mujer y la Familia, se perdió no solo agilidad sino especificidad, protección y la posibilidad de un acceso más directo.

Amelia Ribadeneira, asesora de despacho de la Defensoría Pública, ejemplifica el ritmo que toman los procesos con los últimos cambios en el sistema judicial: una audiencia puede realizarse hasta un mes después de ocurrido el delito y un peritaje de contexto –para conocer las condiciones de vida de la víctima– hasta tres. Por eso, una de las primeras reformas presentadas al COIP es de tipo procesal.

La celeridad en los casos de violencia intrafamiliar es indispensable porque, al vivir con el agresor, las mujeres necesitan medidas de protección inmediatas, ya que es común que se reconcilien con su pareja. Los funcionarios piensan que esta es la razón por la que ellas abandonan los casos pero la lectura es distorsionada. Ellas sí buscan la sanción, pero el Estado desconoce que la violencia intrafamiliar pasa por varias fases e incluye periodos de reconciliación y calma.

A criterio de Ávila y Romo, las mujeres no ganaron con el COIP y además se las criminaliza. En cuanto al aborto, antes existía una regulación retrógrada, pero siempre hubo un consenso tácito de no perseguir a las mujeres que interrumpían su embarazo. Romo cree que el debate sobre este tema evidenció el machismo con que se imparte justicia: “Si las legisladoras que se pronunciaron a favor del aborto en la Asamblea Nacional fueron castigadas [por el partido de Gobierno], se entiende por qué las mujeres que abortan –y que son pobres– son encarceladas”.

Según Ávila, hasta la fecha casi 200 mujeres, perseguidas en los hospitales públicos, han sido procesadas. Algunas, por sugerencia de los mismos abogados, se han declarado culpables para rebajar la condena, a pesar de las implicaciones que trae “un delito contra la vida”.

Ribadeneira cuenta con preocupación que la Defensoría Pública lleva el caso de una mujer negra de Esmeraldas, madre de varios hijos, que ejercía la prostitución y que tiene el esposo en la cárcel. “Fue procesada por haber abortado, pero insistimos en su inocencia porque el Estado no debe condenarla si tampoco la protegió”. Respecto al aborto, la Defensoría también envió un proyecto de reforma al COIP y está a la espera de que la Comisión de Justicia lo tramite.

El COIP lo que busca, en palabras de Ribadeneira, es penalizar con mayor severidad los delitos y esto no otorga necesariamente mayor acceso. “Las mujeres aún viven en la exclusión y los juzgados están lejos de las familias”.

A las estadísticas de mujeres criminalizadas, se suman las que están enjuiciadas por protestar o estar involucradas con tráfico de drogas. Sin titubear, Romo señala que el nuevo Código es una respuesta retórica a la violencia enmarcada en una política criminal: “Somos unas perdedoras frente al COIP y el femicidio fue nuestro premio de consuelo”.

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La impunidad incentiva la violencia

Los hombres agreden y matan a las mujeres porque pueden hacerlo. En Ecuador, el caso de Angie Carrillo es la muestra. Si no hay castigo se alienta la violencia y se transmite la idea de que es aceptable o normal. Angie tenía 19 años y estaba embarazada cuando desapareció en 2014. Su exnovio confesó en 2016 que la había estrangulado y enterrado en una quebrada en el norte de Quito. Por el crimen de femicidio, Bryan V. fue sentenciado a 34 años y ocho meses de prisión. Pero, a inicios de abril, la Corte Provincial de Pichincha anuló todo el proceso. “¿Dónde queda mi lucha, mi dolor y la muerte de Angie?”, dice Yadira Labanda, madre de Angie, para quien el pronunciamiento de la Corte es un mensaje de impunidad.

Pero la impunidad no solo se refiere a la falta de justicia, sino a los obstáculos para obtenerla, como los inconvenientes para denunciar, la falta de celeridad, los prejuicios que restan valor al testimonio de la víctima y la dificultad para que los funcionarios tengan en cuenta el contexto en el que ocurre la agresión o la muerte de una mujer.

En Ecuador, Colombia y Perú cuando las mujeres denuncian, comúnmente se enfrentan a una larga cadena de diligencias y a funcionarios que dudan de sus testimonios o justifican de alguna manera al agresor. “¿Qué hacía a esas horas?, ¿qué hizo para evitar que se cometa el delito?, ¿qué hizo para que le haga eso?”. Ante este tipo de preguntas, como resalta la fiscal Silvia Juma, las mujeres sienten que les están poniendo en duda y abandonan el caso.

La jurista feminista Alda Facio destaca que algunos estudios demuestran que la palabra de un hombre blanco en testimonio es creída inmediatamente, en cambio, una mujer tiene que probarlo. Por ejemplo, si ella dice: “Yo creo que eran las 03:00”; él afirma: “Eran las 03:05”. Aunque no sea cierto, la forma de hablar masculina es aceptada como la verdad. Para Facio, “en la justicia es así, el discurso dominante es más creído”.

La perspectiva de género es una forma de analizar situaciones, visibilizando cómo los roles asignados tradicionalmente a los hombres y las mujeres afectan la forma en que se desenvuelven en la sociedad. Cuando se aplica dicho enfoque, se tiene en cuenta si los hechos de violencia están relacionados con una relación desigual entre ambos. Además, esta perspectiva considera las diferentes formas en que se puede dar la discriminación, por condición económica, etnia, edad o identidad sexual.

Como dice Juma, para adoptar esta visión, hay que tener la convicción de reaprender y dejar atrás los paradigmas antiguos. En el derecho se actúa de acuerdo con la ley, que ha sido construida históricamente desde una visión masculina, de ahí la dificultad.

El fiscal Eduardo Estrella ha logrado condenas importantes en casos de femicidio basándose en pruebas que demuestran la desproporción en las relaciones entre el agresor y la víctima. Estrella está convencido de que todos los funcionarios del sistema judicial deberían estar capacitados para implementar este enfoque. Investigar la violencia de género no es lo mismo que indagar un robo. La atención debe evitar la revictimización y procurar que la afectada reciba contención en los lugares pertinentes.

En la declaración de nulidad del proceso por el femicidio de Angie Carrillo, la Corte Provincial de Pichincha argumentó que el crimen debía ser juzgado bajo el código anterior y no con el Código Integral Penal (COIP) que se implementó el 10 de agosto de 2014. Yadira Labanda todavía no cree que tendrá que volver al punto de partida. Su desesperación se torna en reclamo: “Van a hacerme revivir el dolor. Es culpa del Estado porque está prohibido revictimizar”.

No todo lo que dice la Constitución se cumple. Esta ordena que deben existir jueces especializados en el área de género. Estrella comenta que no todos lo están, de forma que un mismo juez puede manejar tanto delitos comunes como de género. Labanda se lamenta de que en el caso de su hija, el asesino pueda quedar libre. Dice que, por último, hubiera preferido que lo juzguen por asesinato siguiendo el código anterior. Para ella, la nulidad lo protege a él y no respeta la memoria de su hija.

La asesora de la Defensoría Pública, Amelia Ribadeneira, considera que es fundamental que quienes se encargan de la defensa sean sensibles y tengan experticia en citar tratados internacionales o sentencias de la Corte Constitucional, para sentar precedentes y acumular herramientas que legitimen el enfoque de género dentro de los tribunales. Labanda destaca la labor de la defensora pública que llevó el caso de su hija, pero cree que la justicia es todavía para quien tiene más poder o dinero.

En la Defensoría Pública la mayoría de los abogados fueron posesionados en 2016 y están recibiendo capacitación. Los esfuerzos también se han dado en otras entidades. En el caso de la Fiscalía, 232 fiscales y 13.975 servidores públicos han sido instruidos a nivel nacional. Sin embargo, ver los resultados tomará años porque, a decir de Facio, no basta con saber que existe teoría de género, hay que incorporarla.

Mientras tanto, muchas mujeres son agredidas y asesinadas. Y la justicia no les alcanza. En Colombia, según Ana María Salamanca, psicóloga de Casa de la Mujer, 90% de los casos de un grupo prioritario de 400 víctimas de violencia sexual en el conflicto armado, permanecen en la impunidad. Lilibeth Cortés, abogada de la Corporación Sisma, que ha seguido de cerca algunos de estos casos, revela que en los procesos en los que se ha comprobado la implicación de la fuerza pública, la fiscal encargada ha determinado que hay una intención de “dañar el buen nombre de la institución”.

En Perú, según un informe de la Defensoría del Pueblo, en 48,3% de los casos de feminicidio los jueces dictaron penas inferiores a las establecidas. En Ecuador, el caso de Jorge Glas Viejó es una muestra de “evidente impunidad”. Así dice el abogado Juan Vizueta, uno de los defensores de la víctima. El padre del vicepresidente reelecto fue sentenciado a 20 años de prisión por violar a una menor de edad, pero ha permanecido en casas de salud desde su detención en 2014 y la joven no ha recibido ningún tipo de reparación.

Cuando el Estado no responsabiliza a los agresores, la impunidad no solo alienta nuevos abusos sino que transmite el mensaje de que la vida de las mujeres no importa y que la violencia masculina es aceptable.

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Prevenir antes que castigar

Los derechos humanos no son opcionales. Tampoco los de las mujeres. En Latinoamérica predomina la idea de preservar la familia a cualquier costo. Incluso poniendo en riesgo la vida de las mujeres. El enfoque familiarista resta importancia a la violencia que ocurre en los hogares al considerarla un conflicto privado y no una violación a los derechos.

El avance de las mujeres en campos como el trabajo, la educación e incluso la política ha hecho que la violencia recrudezca en el hogar. Para la docente María Paula Romo, “esa es la última trinchera en la que los hombres ejercen el poder”. Las estadísticas demuestran que la mayoría de agresiones físicas, psicológicas, sexuales y también los feminicidios son cometidos por la pareja, expareja o familiares de la víctima. Por esta razón, la cárcel no basta para erradicar la violencia si no se transforman los estereotipos y las relaciones desiguales entre hombres y mujeres.

“Los estereotipos son la causa y consecuencia de la violencia de género en contra de la mujer”, así lo dice el Modelo de protocolo latinoamericano de investigación de las muertes violentas de mujeres, que fue desarrollado por Naciones Unidas y que debe orientar al personal encargado de indagar los casos de femicidio y feminicidio en la región.

El Manual destaca que la violencia empeora cuando los estereotipos se reflejan, implícita o explícitamente, en las políticas públicas. O dicho de otra forma, cuando las acciones de los funcionarios del Estado hacen parecer que los delitos contra las mujeres no son tan graves ni de interés público.

Los procedimientos judiciales y las instituciones varían según cada país. Tanto Romo como la fiscal Silvia Juma, coinciden en que con la desaparición de las Comisarías de la Mujer en Ecuador, se han perdido las medidas de protección inmediatas y se ha burocratizado el acceso.

La abogada feminista Lilibeth Cortés, de la corporación colombiana Sisma explica que, en Colombia, las Comisarías tampoco brindan atención adecuada porque al remitir a las mujeres a terapia de pareja con su agresor, contravienen la ley 1257 que prohíbe la confrontación. Además, al no estar al nivel de los juzgados, refuerzan la idea de que los problemas que ocurren en los entornos familiares no son importantes.

La deuda sigue siendo garantizar la implementación del enfoque de género en todas las instituciones del Estado.

En Ecuador, el uso de la Cámara de Gesell representa un avance que debe replicarse en otros países de la región. En Colombia y Perú, esta suele usarse únicamente para casos de violencia sexual contra menores de edad. La corporación Sisma ha logrado que también algunas mujeres accedan a este procedimiento con base en su derecho a no encarar al agresor. En Perú, la jueza suprema Janet Tello Gilardi sugirió que las mujeres adultas también deberían dar su testimonio ante cámaras de Gesell para que no repitan su testimonio en procedimientos posteriores.

En los tres países, aplicaciones para celulares, líneas telefónicas y chats son otras formas en que la tecnología apoya a las autoridades para brindar información y atender casos de emergencia. A principios de marzo de 2017, la Fiscalía General del Estado y la Corporación Nacional de Telecomunicaciones presentaron en Ecuador Junt@s, la app que tiene hasta ahora mil descargas. En Quito, también funcionan la iniciativa Bájale al acoso y las cabinas Cuéntame, para denunciar el hostigamiento en el transporte público.

Perú y Colombia tipificaron el feminicidio. Este delito implica la responsabilidad del Estado en su falta de respuesta ante la violencia que culmina en la muerte de las mujeres. Ecuador optó por el femicidio, pero la jurista Alda Facio recomienda insistir en la figura del feminicidio.

No basta con un marco legal. Se requiere de voluntad política para prevenir, sancionar y reparar a las víctimas de forma integral. “No podría sentirme satisfecho con lo que hemos logrado porque la reparación debería verificarse y tener seguimiento a largo plazo”, comenta el fiscal Eduardo Estrella. Agrega también que se puede dictar la máxima sentencia, ordenar una gran indemnización y terapia psicosocial, pero en cinco años no se sabe qué pasó con la víctima.

Para él, son necesarias las medidas simbólicas y de reparación inmaterial porque pretenden evitar que el hecho se repita, como la placa conmemorativa que se ordenó ubicar en un colegio de Quito donde ocurrieron abusos sexuales o los talleres de prevención que solicitó una estudiante universitaria víctima de acoso sexual en la misma ciudad.

Durante los dos últimos años, en Ecuador se han sentado precedentes jurídicos. No obstante, falta presupuesto y más personal capacitado para atender a las mujeres ágilmente, sin discriminarlas y sin poner en duda su palabra. No basta con que los funcionarios sean sensibles; deben estar convencidos de que la protección de los derechos humanos de las mujeres es una obligación legal y constitucional. Evitar la aplicación del enfoque de género en la justicia debería desencadenar sanciones disciplinarias, como contemplan las leyes en Costa Rica y México.

La justicia no puede eliminar la violencia de género si la sociedad no se transforma en su conjunto y prioriza la prevención. De esta forma la cárcel no será la única, sino la última forma en la que el Estado proteja la vida de las mujeres.

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Historia

No nos pidan que volvamos al silencio

Por Cristina Arboleda P. e Isabel González R.

Y todavía nos preguntan por qué la rabia ¿acaso tengo que agradecerle a mi madre que cobije con bondad la mano que se metió en la inocencia de mi hermana?

Canto XXV
Yuliana Ortiz Ruano, poeta esmeraldeña

El silencio ha sido una cárcel para las mujeres. “Calladita se ve más bonita” es un dicho popular que ha moldeado a las generaciones en Latinoamérica y que revela cómo a las mujeres nos ha correspondido callar. A pesar de los avances, levantar la voz sigue siendo peligroso. Pero también urgente.

El 2016 fue un año para gritar en la región, donde al menos 12 mujeres son víctimas de feminicidio al día, según la Cepal. El asesinato de Marina Menegazzo y María José Coni en Ecuador, el argumento de la alcaldía de Bogotá al culpar a Rosa Elvira Cely de su propia muerte, la violación de 33 hombres a una adolescente en Brasil y la crueldad con que violaron, empalaron y mataron a Lucía Pérez en Argentina, motivaron cientos de movilizaciones y, en noviembre, desembocaron en una marea que marchó bajo las consignas de Ni Una Menos y Vivas Nos Queremos para exigir respuesta a la brutalidad de la violencia de género en América Latina.

Un secreto a voces

“A las mujeres nos han enseñado a aguantarnos todo, a complacer y aceptar”, dice Catalina Ruiz-Navarro, feminista, columnista colombiana y creadora del hashtag en español #MiPrimerAcoso que se utilizó más de 100 mil veces en Twitter el primer día de su lanzamiento en abril de 2016. Bajo esa etiqueta miles de mujeres contaron su primer acoso en 140 caracteres.

En Ecuador, la estrategia se replicó el 13 de enero de 2017, tras la denuncia de la artista

Polina Cold contra su agresor y expareja, el dj Efraín Granizo. El hecho desató otras denuncias en redes sociales, por lo que las activistas Verónica Vera y Kika Frisone decidieron crear el grupo secreto de Facebook, #PrimerAcoso #NoCallamosMás. Dos días después, éste contaba con 2 mil participantes y los testimonios aumentaban cada minuto. A los cinco días, éramos 25 mil mujeres hablando por primera vez sobre el acoso y la violencia.

“Voy a contar mi #PrimerAcoso, pero no el único ni el peor”. Así comienzan muchos testimonios. Lo evidente es que casi todas las agresiones ocurren en espacios que las mujeres consideramos “seguros” como la casa y la escuela. Los agresores, además, hacen parte del círculo íntimo: son sus parejas, padres, tíos, abuelos, primos, profesores y amigos. Y en la mayoría de casos suceden más de una vez.

Es imposible tratar la violencia como un tema privado. Estefanía Altamirano, integrante de la organización feminista Surkuna, encargada de brindar asesoría legal, considera que el grupo visibiliza cómo la violación y el incesto están enraizados en la vida de las mujeres ecuatorianas. “La violencia hace parte de sus vidas y expresa la brutalidad y el odio contra ellas”, afirma.

Para Joel Audi, encargado de acompañar psicológicamente a las mujeres que publican en #PrimerAcoso, “existe una ley del silencio para no romper el equilibrio dentro de las familias”. Este pacto invisibiliza la violencia como si fuera un hecho aislado, hace que la víctima se sienta culpable y no quiera hablar.

El grupo permite hablar sobre experiencias dolorosas y aplaca la incomodidad de hacerlo personalmente. Allí se viralizan las historias y con esto el mundo dimensiona la situación. En México, relata Ruiz-Navarro, al segundo día de la campaña la gente vio cómo todas las mujeres de su vida contaban una experiencia. “Dejamos de ser una estadística abstracta. Esas historias tenían cara, eran personas y es más fácil empatizar con personas reales que con cifras”, comenta.

En Ecuador no fue distinto. #PrimerAcoso recogió 27 mil testimonios. El muro se llenó de historias de amigas y conocidas, hermanas, esposas, madres e hijas que se dieron cuenta de que habían vivido episodios de violencia de los que nunca hablaron por miedo y vergüenza.

Hablar y liberarse

Cuando una mujer cuenta su historia de violencia da herramientas a otras para hacer lo mismo. Mayra Lana (32) es abogada, escritora, feminista y mamá. Publicó en el grupo su historia y las fotografías de la agresión que sufrió en marzo de 2016, cuando su expareja le golpeó, pateó y bañó en agua fría. Su hijo menor fue testigo. Sus vecinos, también. Nadie llamó a la policía. Luego, se mudó por vergüenza. “Rompí el silencio cuando me di cuenta que me iba a dañar toda la vida”, dice con el cabello mojado después de caminar bajo la lluvia durante la marcha del 8 de marzo en Quito.

“Mi mamá me dijo que me había buscado lo que me pasó. Sentía que me iban a juzgar porque ya había fracasado con el padre de mi primera hija y, si ocurría de nuevo, sería mi culpa. Tenía en mi interior la esperanza de volver con él. De que iba a cambiar, de que seríamos felices. Por eso no hablé antes”. Después de publicar en #PrimerAcoso, el agresor hostigó a Mayra otra vez. Desde entonces recibe acompañamiento legal y psicológico coordinado por las administradoras del grupo.

En el caso de Lilith Castro (42), secretaria, madre y rescatista de gatos, su familia siempre supo de las violaciones por parte de su abuelo desde los 6 años, los maltratos de su esposo desde los 17 y otra violación que padeció en la calle, a los 32. Su madre también le dijo que debía callarse:“Eso sólo les pasa a las callejeras, si hubieses estado en casa nada hubiera pasado”. Después de escribir su historia lloró mucho, pero se sintió mejor.

A Valeria López (35), quien trabaja en una universidad, le pasó igual. No se había atrevido a contar la historia completa. “Yo pensaba: ¿qué van a decir si se enteran que además de dejarme, me pegó, me robó y me maltrató psicológicamente?”. Valeria tuvo que escaparse de Quito. “Tenía miedo y un nivel de ansiedad espantoso, estaba enferma y acabada”. Al llegar a Ambato, temía que la señalen. “Ahora que lo hice público he recibido palabras de ánimo y ayuda. Una no debe consumirse sola frente a un maltrato”.

Las miles de historias de #PrimerAcoso son desgarradoras. Pero también muestran la resistencia y la resiliencia. Las mujeres comparten, en este círculo de confianza, las estrategias que usan para ponerse de pie y no callar frente a la violencia. En eso están Mayra, Lilith y Valeria. Las tres intentan reponerse y continuar su vida. Han recurrido a tratamientos psicológicos y psiquiátricos y en el grupo construyen una historia común y liberadora.

No callamos más

“No eran calladitas, eso no les gustó; defendieron sus derechos y el Estado las quemó”, se lee en uno de los carteles a las afueras de la Embajada de Guatemala en Quito, donde el jueves 16 de marzo se protestó por la muerte de 40 niñas y adolescentes guatemaltecas al interior del Hogar Seguro Virgen de la Asunción. La revista Nómada recoge algunas razones de esta “rebelión de niñas”, como la llamaron los vecinos del lugar. Las niñas gritaban: “Viólennos aquí, delante de todos. Vengan a violarnos pues, si eso quieren otra vez”. La revuelta terminó en un incendio que nadie controló.

Gritar es peligroso. ¿Por qué la sociedad teme que las mujeres rompan el silencio? “Hablar incomoda a los agresores, al Estado cómplice que no hace lo suficiente para detener la violencia y también a la sociedad que calla”, opina Altamirano. En #PrimerAcoso hubo comentarios para advertir que era irresponsable destapar la violencia de esa forma. Pero otras mujeres del grupo respondieron: “No nos pidan que volvamos al silencio”.

Ruiz-Navarro llama la atención sobre los juicios que emitimos. “No podemos pensar que las mujeres que aún no hablan son unas pendejas”. Denunciar tiene implicaciones y es un proceso revictimizante, tanto por la ineficacia de la justicia, como por las consecuencias que trae a la mujer que lo hace. Hay que creerle a la víctima y no ponerla en duda. Cuando alguien dice “me robaron la billetera”, nadie cuestiona: “¿pero si tenías billetera?”, “¿no sería que la llevabas en un lugar muy fácil de robar?”, “¿de verdad se te la robaron?, “yo he escuchado que hay denuncias falsas de robo de billetera”, ejemplifica.

Y después de hablar, ¿qué?

La transformación debe ser estructural. A las familias, las escuelas, las iglesias y los Estados les corresponde desnaturalizar la violencia como una forma aceptada de relacionarnos. Altamirano opina que se debe pasar de educar sólo a las mujeres para protegerse: “No salgas hasta tarde, no vayas sola, ten cuidado”. Hay que eliminar las ideas tradicionales que dictan qué es ser mujer y ser hombre y lo que se les permite a cada uno.

Los testimonios de #PrimerAcoso denotan que hace falta conversar con los niños y las niñas sobre el consentimiento, la diferencia entre decir sí o no. Ruiz-Navarro aclara que “esto debe hacerse desde las edades más tempranas para que no sea tan difícil desaprender todas estas formas violentas del sexo en la adultez”.

Es urgente involucrar a los hombres. Los niños necesitan conocer otras formas de ser y sentirse masculinos, de tramitar las emociones sin violencia. Audi dice que prevenir es más efectivo que castigar. Cuando el derecho impera no elaboramos ni superamos la dependencia emocional. “La judicialización no permite el cambio interno porque provoca una ruptura, por eso debería ser la última herramienta”.

Las mujeres no sólo estamos hablando. Desde #PrimerAcoso han surgido estrategias concretas: clases de autodefensa, acompañamiento psicológico, asesoría jurídica y la articulación con la plataforma Vivas nos Queremos son acciones que buscan politizar la rabia y convertirla en el motor de los cambios.

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Coordinación editorial: Isabel González R. / Periodistas: Cristina Arboleda - Isabel González R. Portada: Cristina Arboleda P. / Producción digital: Jorge Montoya / Viñeta: Mariquismo Juvenil

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